lunes, 2 de junio de 2008

Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio todo lo que le hubiera dicho a ella si hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.

- A tu salud, bella.

Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del Atlántico era inmensa y límpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas. Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfecta sin puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años, me consolé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero. “Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados”, pensé, repitiendo en la creta de espumas de champaña el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su piel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunari Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia del placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.

- Quién iba a creerlo –me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña-: Yo, anciano japonés a estas alturas.

El avión de la bella durmiente (fragmento) – Gabriel García Márquez

(tercero de sus Doce cuentos peregrinos)

martes, 20 de mayo de 2008

i'm not here.




this isn't happening.

jueves, 8 de mayo de 2008

Y construimos un mundo, una ventana que solamente tú y yo podíamos abrir, e inventamos colores, tonos imposibles que sólo nosotros dos éramos capaces de ver. Los rifles no pueden alcanzar lo que los ojos de los soldados no ven, dijiste, Régine. El cielo palpita hoy azul vino, contesté abrazándote, y todo estuvo bien, en su sitio, por un instante.

Se oyó un disparo, lejano, instintivamente te abracé más fuerte. Nada puede molestarnos aquí, me consolaste, y de repente era otra vez el niño que nunca había dejado de ser y me agarraba a ti fuerte y me besaste la frente. Y todo, por segunda vez aquella tarde, volvió a estar bien, en su sitio, por un instante.

Atardece, dijiste rompiendo un largo silencio inexistente porque nuestras mentes hablaban aunque nuestros labios no emitiesen ningún fonema. Deberíamos escondernos. No ver el sol, ni la hierba, ni respirar aire puro mata más que las balas. Es peligroso, sólo atiné a decir. Aquí no. ¿Dónde? Detrás de nuestra ventana.

Siempre tan soñadora, pensé. Creí que eso es lo que más te gusta de mí. No estamos en un buen momento para soñadores. Nunca es buen momento para gente como nosotros. Y sonreíste. Fue una sonrisa alegre y triste, a la vez que te dabas cuenta de la dolorosa verdad que acababas de pronunciar. Tu última frase. Seguías sonriendo y me mirabas, sólo pude bajar la cabeza para no encontrar tus ojos. Alargaste los brazos, y a la vez que el Sol se ponía enderezaste mi cara y me besaste, y por tercer momento aquella tarde, último en mi vida, todo volvió a su sitio, y el hambre no existía, ni las guerras, ni los escondrijos. Sólo nosotros y nuestra ventana. Por un instante.

¡Bum! Otro instante.

Caíste al suelo. Desparramo sangre roja turquesa, pensabas. Y yo lo entendí, y me agaché y te abracé impregnándome de un color que diluía con mis lágrimas y que ahora sólo yo podría ver.

lunes, 24 de marzo de 2008

al oeste de...

no me lo preguntes a mí.









iniciando andadura. hacia el oeste. ¿llegaremos a algún sitio?