Y construimos un mundo, una ventana que solamente tú y yo podíamos abrir, e inventamos colores, tonos imposibles que sólo nosotros dos éramos capaces de ver. Los rifles no pueden alcanzar lo que los ojos de los soldados no ven, dijiste, Régine. El cielo palpita hoy azul vino, contesté abrazándote, y todo estuvo bien, en su sitio, por un instante.
Se oyó un disparo, lejano, instintivamente te abracé más fuerte. Nada puede molestarnos aquí, me consolaste, y de repente era otra vez el niño que nunca había dejado de ser y me agarraba a ti fuerte y me besaste la frente. Y todo, por segunda vez aquella tarde, volvió a estar bien, en su sitio, por un instante.
Atardece, dijiste rompiendo un largo silencio inexistente porque nuestras mentes hablaban aunque nuestros labios no emitiesen ningún fonema. Deberíamos escondernos. No ver el sol, ni la hierba, ni respirar aire puro mata más que las balas. Es peligroso, sólo atiné a decir. Aquí no. ¿Dónde? Detrás de nuestra ventana.
Siempre tan soñadora, pensé. Creí que eso es lo que más te gusta de mí. No estamos en un buen momento para soñadores. Nunca es buen momento para gente como nosotros. Y sonreíste. Fue una sonrisa alegre y triste, a la vez que te dabas cuenta de la dolorosa verdad que acababas de pronunciar. Tu última frase. Seguías sonriendo y me mirabas, sólo pude bajar la cabeza para no encontrar tus ojos. Alargaste los brazos, y a la vez que el Sol se ponía enderezaste mi cara y me besaste, y por tercer momento aquella tarde, último en mi vida, todo volvió a su sitio, y el hambre no existía, ni las guerras, ni los escondrijos. Sólo nosotros y nuestra ventana. Por un instante.
¡Bum! Otro instante.
Caíste al suelo. Desparramo sangre roja turquesa, pensabas. Y yo lo entendí, y me agaché y te abracé impregnándome de un color que diluía con mis lágrimas y que ahora sólo yo podría ver.